Escapadas | Urueña
CANDELARIO
A poco más de 200 km. de Madrid, en la provincia de Salamanca, nos encontramos con uno de los lugares más pintorescos de España: Candelario,
un pueblo hecho a medida.
A la medida de sus usos y costumbres, de las necesidades de sus habitantes y del entorno montañoso en el que encuentra. A la medida del clima,
que aquí es a la vez regalo y castigo.
Un regalo, porque el frío y la altura hacen de este pequeño pueblo uno de los más frescos cuando el calor aprieta en todas partes. Y un regalo
porque gracias a ese frío que lo envuelve, los jamones y chorizos de Candelario se orean como en ningún otro lugar podrían hacerlo.
También puede ser un castigo, porque caminar por sus empinadas cuestas cubiertas de hielo, o de nieve helada, no es fácil. Y soportar que el
mismo aire gélido que cura las viandas te azote la piel, tampoco.
Pero las gentes de Candelario están muy hechas al frío. Por algo descienden de aquellos recios pastores asturianos que la fundaron hace ya ocho siglos,
en plena Reconquista. Nómadas que hoy tienen su homenaje a la entrada del pueblo, muy cerca de la ermita del Santo Cristo del Refugio, donde conviene
dejar el coche aparcado y emprender la subida en cualquier dirección que escojamos, lo será para disfrutar, como un aldeano más, de lo sano que resulta
"hacer pierna.
Lo primero que nos llama la atención al caminar por cualquiera de sus callejuelas son las famosas batipuertas que se han convertido ya en la seña de
identidad de este bello pueblo serrano.
Por delante de la puerta normal de la casa, en la parte exterior, encontramos otra media hoja que abre hacia fuera.
Servía para tres cosas: Para evitar que las reses, que andaban sueltas por las calles, se adentraran en las casas mientras se trabajaba dentro, al mismo
tiempo que dejaba entrar el aire y la luz del exterior. El segundo uso, no menos importante, era para evitar la entrada de la nieve que solía amontonarse
en los lados de las cuestas. Y el tercero y más curioso a ojos de los extraños: para la matanza.
Justo al lado de las batipuertas encontramos siempre una argolla de gran tamaño, sujeta en la pared exterior de piedra. A ella ataban los cerdos y terneras
que había que sacrificar, para comer o vender convertidas en embutido. Desde dentro, una vez sujeta la res, el matarife podía asestar su golpe de cuchillo
sin temor a sufrir los embistes o mordeduras de un animal agonizante y asustado.
Las casas de Candelario, como todo en él, también están construidas por la necesidad y la razón. Su arquitectura y distribución no son fruto precisamente
de la casualidad: una planta baja donde se trabajaba el producto de la matanza, el "picadero"; una primera planta que era la vivienda en sí; y un desván que
hacía las veces de almacén y secadero.
Las calles de Candelario, estrechas y empinadas, también tienen un secreto que guardan a voces. Son las regaderas, llamadas así porque conducen el agua de
la lluvia y el desnieve para regar las huertas. Las otras calles, las que no tienen su regadera, sí cuentan con un suelo inclinado hacia el centro, por donde
discurre un surco que a su vez, desemboca en las regaderas de las otras calles.
En nuestros días, la mayor fuente de ingresos de Candelario es el turismo. Las batipuertas se mantienen con mimo y las regaderas cuentan con iluminación
nocturna, recordándonos que el diseño útil tiene cerca de ochocientos años.
Sólo falta que seamos capaces de preservarlo, al menos otros ocho siglos más.